A Dios gracias, parece que ha concluido en el Perú, el escandaloso
período de las revoluciones de cuartel; nuestro ejército vivía
dividido en dos bandos, el de los militares levantados y de los militares caídos.
Conocíase a los últimos con el nombre de indefinidos hambrientos;
eran gente siempre lista para el bochinche y que pásaban el tiempo esperando
la hora... la hora en que a cualquier general, le viniera en antojo encabezar
revuelta.
Los indefinidos vivían de la mermadísima paga, con que de tarde
en tarde, los atendía el fisco, y sobre todo, vivían de petardo;
ninguno se avenía a trabajar en oficio o en labores campestres. Yo no
rebajo mis galones, decía, con énfasis, cualquier teniente zaragatillo;
para él más honra cabía en vivir del peliche o en mendigar
una peseta, que en comer el pan humedecido por el sudor del trabajo honrado.
El capitán Ramírez era de ese número de holgazanes y sinverguenzas;
casado con una virtuosa y sufrida muchacha, habitaba el matrimonio un miserable
cuartucho, en el callejoncito de Los Diablos AzuIes, situado en la calle ancha
de Malambo. A las ocho de la mañana salía el marido a la rebusca
y regresaba a las nueve o diez de la noche, con una y, en ocasiones felices,
con dos pesetas, fruto de sablazos a prójimos compasivos.
Aun cuando no eran frecuentes los días nefastos, cuando a las diez de
la noche, venía Ramírez al domicilio sin un centavo, le decía
tranquilamente a su mujer: Paciencia, hijita, que Dios consiente, pero no para
siempre, y ya mejorarán las cosas cuando gobiernen los míos; acuéstate
y por toda cena, cenaremos un polvito. .. y un vaso de agua fresca.
En una fría noche de invierno, la pobre joven, hambrienta y tiritando,
se sentó sobre un taburete junto al brasero, alimentando el fuego con
virutas recogidas en la puerta de un vecino carpintero; llegó el capitán,
revelando en lo carilargo, que traía el bolsillo limpio y que, por consiguiente,
esa noche iba a ser de ayuno para el estómago.
--¿Qué haces ahí, Mariquita, tan pegada al brasero?--preguntó,
con acento cariñoso, el marido.
--Ya lo ves, hijo--contestó en el mismo tono la mujercita--; estoy calentándote
la cena.